Jamás me han gustado los Estados Unidos. Pero me encanta lo que tienen. Crisol de razas. Y por ende de vergas.
Ir a trabajar de mojado estrenando mis veinte años es una aventura; aclaro que no me mojé la espalda aunque finalmente sí otras partes de mi cuerpo. Ser un maldito nerd que sabe manejar a una velocidad endemoniada el, en aquel entonces, novedoso dibujo por computadora me ganó una invitación, boleto de avión incluido, para trabajar por seis meses en Dallas.
Mi amigo Héctor, mayor que yo por cuatro años, tenía ya tiempo instalado en esa ciudad, se fue con su pareja con quien compartía departamento y relación hacía ya un lustro. Yo sabía de él sus gustos exquisitos, él no de mí. El arreglo al que llegué con mi contratante fue que me hospedaría con mi amigo y él de todos modos me pagaría viáticos. Le convenía: le salía más barato que un hotel, me rentaba coche y le servía de chofer para recogerlo en su casa y llevarlo al trabajo. Dinero extra para mi anfitrión. Todos aceptamos.
Me daba morbo pensar cómo se la pasaría mi amigo con su pareja; era la primera vez que estaba en un lugar donde abiertamente había material pornográfico gay: películas vhs, revistas, gente; no, internet aún no existía. Una cama matrimonial para ellos, el sofá de la sala para mí. Mis primeras puñetas fueron un fin de semana en que ambos trabajaban y me puse a ver las pelis todo el domingo. Santas exprimidas, Batman.
El tiempo transcurrió aburridamente fuera de la novedad. Trabajo, casa, casa-trabajo. Así hasta la nausea es la vida del mojado, y como ellos no sabían de mis gustos sólo me llevaban a antros heteros en el downtown cuando sus múltiples empleos se los permitía. West End. Me aprendí el caminito de memoria y como traía coche, porque claro que allá sin coche te mueres, aproveché los fines de semana para conocer antros de ambiente yo solito. La comparación ni al caso viene. En Monterrey vas al antro y mucha gente forma parte de los activos fijos, y no hablo en términos sexuales sino contables: parecen parte del mobiliario. Siempre los ves ahí. En cambio en Dallas, fuera de la gente que no tenía manera de saber si siempre era la misma, los antros son deslumbrantes, amplios, limpios, cómodos, y llenos de delicatessen. Nada que ver con las narcobodegas de estos lares.
Allá babeaba por negros sin camisa, rubios con perfiles griegos, latinos musculosos, enigmáticos mediorientales, leathers de peluche y exóticos asiáticos. Se me hacía agua la boca y, hay que reconocerlo, la cola también. Miraba como niño gay en juguetería sexual. Todo lo quería pero no sabía cómo moverme en esa tierra ignota, a dónde llevarlo, cómo entendernos, cómo ligarnos. Por supuesto, las paradojas de la vida te ayudan: Lo más claro en esas circunstancias eran los cuartos oscuros. Fajes furtivos sin adivinar colores, cuidando la hora y la cartera. Regreso a casa cual Cenicienta en la carroza vacía. Atrás no había dejado zapatillas, sólo condones.
De todo el buffet lo que más se me antojaba probar era el sushi. Esas cabelleras lacias, aquellos ojos rasgados, los cuerpos delicados, las miradas calientes. Mis puñetas de fin de semana se pintaban de amarillo. Los suspiros se quedaban en el aire. Los mecos en la pared.
Cerca del penúltimo mes mi jefe, que siempre me llamaba “amigow”, me indicó que tendría un nuevo compañero de trabajo, Kento. No lo podía creer. Un nerd venido de oriente. Era sobrino de un cuñado suyo que vivía en California, o algo así quise entender con mi mocho inglés y su chapucero español. El tipo era tan bellamente exótico que inmediatamente mi falo se endureció. Tenía justo mi edad. Lo desnudaba con la mirada y alucinaba con lo que encontraría debajo de la ropa, piel suave y amarilla, pene flácido, chiquito y casi lampiño. Lo sé, yo y mis mamadas. Ponte a jalar, me autoaconsejaba.
Meses de practicar mi inglés británico (sí, es sarcasmo) me permitieron comunicarme con Kento y a él conmigo. Al escucharlo hablar con su inglés embarrado de sonidos raros se me quitó todo asomo de pena al hablar con mi acento de Speedy Gonzáles. Yepayepa. A él le pagaban un cuarto de hotel y se aburría horrores. Le propuse, primero contando con mi amigo Héctor, que podría quedarse conmigo si pagaba algo de alquiler. Estuvo encantado y yo feliz.
Kento era bello sin llegar a deslumbrar, es de ese tipo de asiáticos que cautivan por su sonrisa, sus ojos esbozados y su cabello de niña. Me parecía bastante encamable. Pero ignoraba sus preferencias, lo suponía hetero porque me mostraba fotos de su girlfriend. Ya instalados él sabía, porque se lo había adelantado, que dormiríamos en el mismo sofá-cama. No hizo pedo. Le dije que yo dormido abrazaba, no me entendió y dijo “No hay pelo” y se reía cerrando aún más sus ojos de alcancía. Sus clases de lenguas progresaban. Perfecto. Después de aburrirnos del Final del Oeste y el Six Flags montando diez veces la montaña rusa el mismo día (la ventaja de ir en invierno), un sábado gélido de febrero decidimos pasarnos el fin de semana en casa. Mis amigos tenían fiesta gay en Arllington así que el departamento sería nuestro por lo menos hasta que llegaran. El tequila también.
Platicamos entre caballitos de cosas del trabajo, de las tetas de las chavas del Hooters, de lo racista de la cliente negra del K-Mart, de más caballitos, de su casa y de la mía. La peda junto con la botella casi vacía y mi semierección me hicieron recordar: “Los hombres son como los zapatos nuevos: con alcohol aflojan” frase de una amiga. Sabia, por cierto. Ya sabes, si algo pasa siempre puedes culpar a la bebida. Si no pasa eres un pendejo. Y ¿qué era lo peor que podía pasar? ¿Que se regresara a su hotel? ¿Que me hiciera un escándalo ahora que mis amigos ya dormían en su recámara? ¿Que le contara a Richard? ¿Que me la mamara? ¿Que me lo cogiera? Me empecé a erectar. Él pretendía dormir a mi lado izquierdo dándome la espalda, las piernas encogidas, el culo apuntando hacia mí. Habíamos agotado la plática/botella que incluyó una inteligible referencia a que en la habitación de mis amigos sólo había una cama. Captaste, japo. Un cabeceo somnoliento zanjó el tema. Él en pijama, yo en boxers. Estaba duro yo. Me puse de lado, me acerqué lentamente, le atine al hoyo, me mantuve quieto, se movió un poco, puse mi mano sobre su cintura, no hizo “pelo”, empujé con un poco más de fuerza y vi que movió repentinamente su brazo libre…
Lo que pasó a continuación fue tan inesperado como grato: Pensé que me iba a empujar para que me quitara pero dirigió su mano directamente a mi falo, lo tocó como cerciorándose que estuviera suficientemente duro. Fue muy rápido, muy caliente, muy breve. Regresó a su posición pero empujó sus nalgas hacia mí. El toque fue electrizante. Estaba más duro que nunca, empuje más y gimió entre brumas de alcohol, sueño y testosterona.
Bajó mi bóxer liberando mi verga tumefacta, jalé su pijama sólo lo justo para dejar al aire su trasero. El sofá gemía. Me hizo una seña para que no hiciéramos ruido. Entendí. Me repegaba en su espalda mientras levantaba su playera y bajaba la parte frontal de su pantalón. Estaba erecto pero no tenía gran cosa que mostrar. En cambio, una vez que bajó un poco más mi bóxer apretado, su mano se regodeaba manipulando mi falo, sintiendo mi glande caliente y a punto de explotar. Su mano me soltó, no supe qué hizo hasta que regresó y sentí el calor y la textura característica de la saliva. Quería palo. Me lo ensalivó de tal forma que casi me vengo. Aguanté.
La luz del cuarto de mi amigo se encendió y fuimos estatuas de sal. Yo erecto y ambos aguantando la respiración. El reto de coger sin ser descubiertos. Aquella pausa me hizo conciente de la suavidad de su espalda recargada en mi torso, del calor de sus nalgas abrazando mi verga, del aroma de su cabello lacio, sedoso y nuestros alientos a tequila, del sonido de nuestras respiraciones en stand by. De la firmeza de su erección. La luz se apagó y esperamos un momento así, yo me deslizaba un poco y me sentía en la entrada del paraíso, negaba con la cabeza pero asentía con el culo. Puse mi cuota de saliva en su ano y en mi glande. Le tapaba la boca para atenuar sus gemidos.
El empujón firme y decisivo, el quejido lo suficientemente fuerte para que lo escucharan en la otra habitación si la puerta hubiera estado abierta o la televisión apagada. Afortunadamente nada de eso fue. Cada empellón me dejaba profanar, más, un poco más, más; Él gemía y lo que más me agradaba era escuchar mi nombre en ese acento tan extraño. Sus manos buscaban mis nalgas y pedían que empujara con más fuerza, él marcaba el ritmo. Mi nombre de nuevo en medio de palabras ajenas. Gemidos. Dureza. Abrazo candente que nos compenetraba como pocas veces había estado. Sudábamos a pesar del invierno. Cogíamos a pesar de todo y de la luz de la habitación cerrada que se volvió a encender. Me movía más fuerte y aprisionaba su boca para callar los grititos. Su pelvis se acompasó a la mía, su respiración, los resortes de la cama, sus espasmos anales, su leche. La mía.
La luz se apagó.
El amanecer del domingo y mi amigo nos sorprendieron abrazados tal y como habíamos terminado: Exhaustos, dormidos, crudos, calientes, vaciados. A lo lejos escuché su auto arrancar. Me valió y seguí abrazado a aquel cuerpo que fue mío. Fingí dormir.
El último mes, después de un severo regaño de parte de Héctor por no avisar antes de nuestros gustos exquisitos, nos llevaron a Kento y a mí a antros que yo ya conocía. La luna de miel duró lo mismo que el contrato. Kento regresó a California, yo a Monterrey con mi fantasía cumplida por primera vez: Follar y ser follado por carne tártara.
Kento: 健人 saludable, sano, vigoroso.
Me consta.
Para dos lectores empedernidos:
ResponderEliminarMonsieurPandoi
Carlos "semeolvidotitwiter"
Pues a mi también me metan los asiáticos y ahora q voy a un gimnasio de la comunidad japonesa en el Perú ando como mirando a todos lados... ahhh mirar y no tocar con ellos jamas se sabe.
ResponderEliminaroye que fuerte, no se a excepcio nde uno q conoci de adolescente no me han vuelto a poner los asiaticosm, pero leerte ya me dio curiosidad jajaja
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