Ojitos Tapatíos.



Me visto por convención social.
Por mí andaría en pelotas.

No me gusta vestirme formalmente, amo mi mezclilla empaquetada o los shorts aguados o mi traje de baño que deja asomar los vellitos púbicos. Pero una boda es una boda y hay que ir: formal.

            La recepción en Guadalajara fue estupenda, la primer sonrisa que me recibe bajando del avión es un guardia jovencito extremadamente chulo y simpático. Vaya, este viaje promete. Y yo pre-meto, pensé.

            No me iba a comprar un traje para una boda, no iba a rentar un traje en Monterrey e irlo cargando todo el viaje. Decidí rentarlo en un local ídem. Llego, digo qué quiero y me pasan a la segunda planta a que me tomen medidas. El negocio es amplio, fino, elegante y con dos jovencitos que te toman las medidas del saco mientras yo les saco el precio.

A uno de ellos, el que me empezó a atender lo mandan llamar en la planta baja. Mientras, me deleito viendo al otro niño. Es delgadito, con carita que me grita “penétrame” con esas miraditas furtivas y se ve tan guapo con su pantalón negro que resalta sus nalguitas, su camisa blanca y muy bien ajustada, encorbatado, bien peinado y esos ojos  tapatíos profundos como su... espero.

Está atendiendo a un tipo maduro, de buen ver, calvo. Sale el tipo del vestidor y el dependiente le ajusta la corbata y le revisa el resto del atuendo. Se ve perverso y me empiezo a erizar: un tipo mayor siendo vestido por un jovencito. Lo sé, soy un perverso cabrón o un cabrón perverso, como prefieras.

Finalmente viene el otro niño a sacarme las medidas a mí. No es feo pero entre Ojitos Tapatíos y yo no dejan de escurrirse miradas furtivas ya sean directamente o através de los espejos. Los juegos del hambre han empezado. Los juegos del hambre de hombre, claro. Mi dependiente, llamémosle Monjito en Potencia (una muy incipiente falta de cabello en la coronilla me cuenta el probable futuro  de este niño) es efectivo y me despacha pronto. Quedo en pasar a recoger el traje al día siguiente. Vengo a cerca de la hora de la comida, digo a espaldas de Monjito pero viendo directamente a Ojitos.

Sí, es la hora de la comida del día siguiente y como acertadamente supuse, el negocio está casi vacio, recepcionista, cajera y demás fauna de la planta baja se turnaron para comer y no hay mucha gente. Anuncia al segudo nivel que iré a recoger el traje “suba si gusta” me dice quien no quisiera que me dijera eso. Subo. Está Monjito adormilado y Ojitos muy despierto. Monjito no da pie con bola y se pierde entre montones de sacos y ganchos y pantalones buscando el mío. Ojitos al fondo sólo sonríe. El tiempo pasa y no te quiero olvidar dice alguna canción. Monjito empieza a lucir desesperado, hambreado y apenado. Ojitos amablemente le ofrece que se vaya a comer y que él me atiende. Sonreímos y Monjito se va encantado de la vida.

            Listo el chamaco, saca el traje de un lugar que Monjito jamás buscó. Supongo que Ojitos lo guardó ahí con toda la alevosía. Cabrón.
Si gusta probárselo. Claro que gusto y si a cabrones vamos hazte para allá que ahí te voy. Entro al probador y no cierro completamente la puerta. Me desvisto dándo la espalda pero viendo todo por el espejo. Claro, tengo público. Ojitos se clava viendo lo que la puerta entreabierta y mi ropa interior le dejan ver. Ve mis piernas, creo que le agradan. Me visto con parsimonia y salgo con pantalón y camisa. Ojitos me ve de arriba a abajo y me pregunta por los accesorios. Sorpréndeme, se ve que tienes buen gusto, entre otras cosas buenas, digo bajito. Sonríe y va a trar las otras mamadas que lleva el traje. ¿Me ayudas? Le digo de cerca sin dejar de notar un sabroso bultito en su suave pantalón de vestir.

El morbo es cabrón, mucha gente me ha desvestido pero muy poca me ha puesto la ropa, él lo hace con gracia, con seguridad y sintiéndose cómodo con la diferencia de estatura y de edades. Lo supuse desde ayer, le llama la experiencia acumulada. Lo vi con el pelón, ahora lo siento conmigo. Me pasa las manos por el cuello pero tiene que estirar los brazos para alcanzarme, su cara cerca de la mía casi en un abrazo, le respiro fuerte en el cuello, veo su estremecimiento. Me hago pendejo diciéndole que no me sé anudar la corbata, se ofrece a hacerlo. Bien, cabrón, bien.

Me pide que me ponga los zapatos y el pantalón me queda un poco largo. Va por la cinta de medir, se agacha y me pide que separe las piernas. Se ve tan tierno hincado frente a mí. Toma la cinta y mide de la cintura al piso, ordena, no pide, que separe un poco las piernas, sigue inclinado. Sin mediar palabra pone la cinta en mi entrepierna, a la altura de mis huevos para que no quede duda, y extiende la cinta y mi verga. Sus leves roces en mis bolas con la suave tela del pantalón y el flojo boxer han hecho su trabajo, me empiezo a erectar. Se da cuenta y entretiene su mano más de lo necesario en el área vulnerable. Lo disfrutamos en silencio y con las respiraciones tensas. Las vergas también.
Bien, ya tengo la medida si gusta quitarse el traje. Sus mejillas sonrojaditas me cuentan de la tensión sexual que no creo que por su iniciativa se atrava a cruzar. Le ayudo preguntádole ¿Me ayudas? El suave nacimiento de su sonrisa es su “sí”. Me guía tocándome por la cintura hacia el vestidor. Entra conmigo y cierra la puerta. Lo dejo hacer. Sí, sí me han desvestido muchas veces de muchas formas pero nunca en un vestidor que se supone es para vestir.

Todo lo hace lento, rodeando con sus brazos mi cuerpo cuando es necesario, rozando con su aliento aunque no lo sea. Fuera saco, lento, lento desabrocha la corbata, me desabotona la camisa, me abre el pantalón. La respiración se afila con el miedo de ser descubiertos, con el descubrimiento de hasta donde llegaremos. Los pantalones de vestir suelen caer con una finura y delicadeza que no tiene la mezclilla. Mis boxer como nosotros: tensos. Decido dejar esa actitud pasiva y comportarme como lo que soy: el activo. Sin permiso ni pregunta mis manos agarran su trasero, esa respiración contenida se suelta en un gemido de sorpresa. Las tiene firmes, su boca húmeda ha chocado con la mía. Ese abrazo de yo casi en pelotas y él totalmente vestido nos erecta sobremanera. Pero la ropa puesta le dura poco. Mis habilidades encueratorias me hacen que en menos de dos gemidos su camisa y pantalosnes acompañen a los míos a nivel de cancha. Usa unas trusitas Calvin Klein ajustadas que aprisionan un sabroso paquetito con un leve asomo de humedad. Besos de lengua, sus manos desesperadas en mis pectorales. Besos, besos, besos, un camino de besos acompañan su acto de ponerse hincado. El jalón al boxer le deja al descubierto y al alcance de su boca lo que tanto se imaginó desde que me fisgó por la puerta entreabierta del probador. Come con maestría, con hambre, con lujuria. Lo disfruto mientras lo considero conveniente y mientras, me doy cuenta de dónde estamos. Lo jalo de los cabellos y nos comemos los alientos. Abrazos fuertes, estrujamiento de piel, le levanto una pierna y libera su pantalón, lo cargo y queda en trusas. Lo disfruta tanto como yo.

    Estos encuentros fugaces no deben morir en un faje, en un calentón. Lo bajo al piso y lo mismo hago con su ropa interior, ha quedado tan desnudo como erecto, una leve probada de mis dotes mamatorias bastan para hacerlo gemir más fuerte de lo que debiera, se cubre la boca con una mano mientras aprieta la otra en un puño compacto. Lo giro intempestivamente, sus palmas se apoyan en el espejo, mi lengua en su culo. Después de toques magistrales me doy tiempo de ver su cara en los dominios de Alicia, lo sé, se siente en el país de las maravillas, pero hay que llegar a la capital. Me pongo de pie y sus ojos tapatíos se abren, me pide que no, me acomodo, me detiene un poco, empujo otro tanto, no, la tienes muy gruesa es lo último que le entiendo mientras lo clavo con pasión. Un gritito con los ojos cerrados y las palmas en el cristal me dicen que “sí”, se muerde un puño, pero se relaja un chingo. Se empina más y empieza a ayudar, se mueve a mi ritmo y lo dejo hacer. Nos vemos en los espejos de un café decía una ñoña canción ochentera. Sí, el espejo me deja pensar que me lo cojo de frente y me deja apreciar cada cerradita de ojos, cada gestito de su fina boca, cada empañadita al cristal. Más. Más. Más. Dice con todos los lenguajes que conoce empezando por el corporal. Accedo y estoy de acuerdo. Más adentro. Más duro. Más fuerte. Más rápido. Más leche en el espejo y en su culo. Se agacha pero lo jalo del cabello para apreciar completo su orgasmo. El mío. El de los dos. Un abrazo de su oso y un beso ensalivado, mi barba acariciando su cuello. Las respiraciones se estabilizan y la ropa vuelve a su sitio. Lo mismo que el otro dependiente.
¿Todo bien? Me pregunta Monjito mientras Ojitos se marcha sonriendo atrás del mostrador.
Sí, todo muy bien.
Enseguida se lo entrega mi compañero.
Sí, aquí espero a que me lo entregue... otra vez.




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