Vestidores



Salgo de nadar, en los vestidores somos tres; los mismos de siempre. Suenan dos regaderas mientras nos vestimos. Entra un pequeño de algunos diez años, trae un traje de baño en la mano, se encierra en una regadera. Seguimos vistiéndonos.

El primero en terminar se despide, el pequeño niño sale y se va, sólo se cambió. Una regadera se desoupa y al mismo tiempo entra a los vestidores un adolescente completamente vestido. El segundo compañero también se va.

Llega alguien que nada más tarde, entre saludos y chistes pierdo de vista al adolescente pero no de oído. Habla con la regadera que sigue ocupada. Más chistes, más plática inane. Al fondo una voz de adolescente, otra voz de niño.

No veo pero escucho bajo la voz de mi interlocutor la puerta de una regadera que batalla para cerrarse, voces pagadas entre el ruido del agua y la plática del recién llegado. Distingo silencio, después un leve gemido. Ah.


El recién llegado y recién cambiado se va a la alberca. Espero. El adolescente sale y me mira directamente a los ojos. Su expresión es vaga, muda y retadora, su mirada se esfuerza por no decirme nada. Se dirige a la salida como entró: completamente vestido. Espero más.

Nadie entra, nadie sale, me como una manzana. Doy un recorrido por las regaderas. No me agacho, no busco bien, solo por encima. Hay cortinas cerradas tras puertas abiertas. Nadie. Aluciné. Quiero pensar.

Salgo con la idea de que es mi perversa imaginación quien me hace pensar asquerosamente mal. Pero la misma imaginación me hace recrear una escena de bullying. Sexual. Imagino un niño escondido por asustado tras alguna cortina de baño siguiendo las órdenes de su agresor de salir cuando no escuche a nadie.

No, no regreso a cerciorarme.
Prefiero quedarme con la puta duda.
Y con este relato también.